Felipe Massardo, Asociado Senior DLA Piper Chile
En el contexto de la reciente apertura del proceso de consulta pública para la actualización de la Contribución Determinada a Nivel Nacional de nuestro país (NDC, por sus siglas en inglés), publicada en el Diario Oficial el 10 de julio de 2024, cabe reflexionar acerca de cuán vinculados están los países a aquello que declaran como parte de sus compromisos para hacer frente al cambio climático, y qué ocurre si no cumplieren.
Bajo el Acuerdo de París, el principal tratado internacional dedicado al combate de la crisis climática, los Estados Parte deben preparar, presentar y actualizar periódicamente sus NDC, como parte esencial de su compromiso para dar cumplimiento al objetivo de mantener la variación de la temperatura global media bajo los 2°C (y preferiblemente a 1,5°C) con respecto a la época preindustrial.
Es claro que el Acuerdo de París tiene un carácter vinculante, al ser un tratado internacional que surgió en el contexto de una conferencia mundial y que fue acordado y suscrito por varias partes, conforme a los procedimientos estipulados por el Derecho Internacional. Con todo, no todas las disposiciones de este cuerpo son de carácter vinculante para los Estados parte, lo que en la práctica ha suscitado dudas sobre su obligatoriedad e idoneidad para hacer frente al desafío global de combatir la crisis climática.
Uno de los argumentos principales que sostienen esta idea es que el Acuerdo de París se compone tanto de disposiciones vinculantes como no vinculantes, con diferentes niveles de exigencia. Esto se evidencia, precisamente, en las NDC. El enfoque innovador de las NDC permitió a los propios países ajustar sus propias políticas específicas sobre cambio climático, dejando a un lado la imposición de dictados rígidos, teniendo en cuenta sus circunstancias económicas a la hora de decidir en qué punto de esta escala móvil (que va de los “esfuerzos de mitigación” a los “objetivos absolutos de reducción de emisiones”) debían situarse sus NDC.
Este esquema reconoce la soberanía de los Estados para decidir sus niveles de esfuerzo, pero también, la expectativa de que estos actuarán de buena fe por alcanzar sus metas declaradas. Es decir, aunque la presentación de las NDC y las subsiguientes obligaciones de información periódica asociadas a ellas son obligatorias para los Estados (conforme al artículo 4 del Acuerdo de París), no existe una obligación vinculante de cumplir en última instancia con dichas contribuciones.
Otro argumento que cuestiona el carácter vinculante de este acuerdo es que no establece una serie de derechos y obligaciones claras a los Estados parte, a diferencias de los tratados internacionales clásicos. El lenguaje utilizado en el Acuerdo de París, junto a ciertas terminologías que dejan un amplio margen de discrecionalidad a los Estados, entrega escasos parámetros objetivos para la obtención de efectos o resultados concretos. Un ejemplo de dicha situación es el artículo 2 del Acuerdo de París que establece como parte de sus misiones el compromiso general de todas las Partes de evitar que la temperatura global se eleve por encima de un determinado nivel. La dificultad de aquello es la vaguedad con la cual se encuentra redactada la disposición, que se centra más bien en indicar los esfuerzos que debe realizar cada Estado para cumplir el objetivo, más que en las acciones concretas para conseguirlo. El mismo caso se presenta en el artículo 4, que señala que
«las Partes que son países en desarrollo deberían seguir aumentando sus esfuerzos de mitigación», sin hacer referencia a en qué consiste esta intensificación ni a cómo debe considerarse que los Estados la cumplen.
Esta ambigüedad plantea dudas sobre si el Acuerdo de París no constituye, sino, un conjunto de directrices generales o una declaración de buenas intenciones. Esta incertidumbre se amplifica por la falta de mecanismos sancionatorios en casos de incumplimiento, facultando a los Estados a concurrir frente a tribunales sólo ante la infracción de una obligación de carácter vinculante.
A pesar de estos puntos, es importante recalcar que el objetivo principal de este acuerdo es limitar el calentamiento global, estableciendo de buena fe compromisos realistas por parte de los países para cumplir con este propósito común. De ello se desprende que no era el objetivo principal del acuerdo crear un cuerpo rígido y sancionatorio, y que, a pesar de la existencia de disposiciones no vinculantes o ambiguas, el acuerdo establece obligaciones esenciales (tanto individualmente como colectivamente para todos los Estados miembros) exigibles mediante diversos mecanismos no necesariamente sancionatorios.
En el caso de las disposiciones vinculantes puede velarse por su cumplimiento a través de los comités de cumplimiento o de las conferencias anuales. En cuanto a las disposiciones no vinculantes la forma de exigir su ejecución es a través de la presión que los Estados y la comunidad internacional ejercen sobre el país infractor, principalmente a través del sistema de revisión «naming and shaming».
Asimismo, a nivel local, cabe mencionar el potencial que la propia legislación estatal y los actores no gubernamentales pueden ejercer para inducir el cumplimiento de los compromisos del Estado en el marco del Acuerdo de París, como las ONG y las comunidades locales, cumpliendo hoy en día un papel cuasi fiscalizador en la política climática. Así se ha evidencia en los litigios públicos en materia de cambio climático, ante distintos tribunales, como en Leghari c. Pakistán (2015); Urgenda c. Países Bajos (2019); y más recientemente, en el caso de la Asociación Klimaseniorinnen, Schweiz y otros c. Suiza (2024).
En conclusión, más allá del debate sobre su carácter jurídicamente vinculante, el foco debería centrarse en la naturaleza de las obligaciones incluidas en el Acuerdo de París y en cómo pueden hacerse cada vez más exigibles, fortaleciendo el valor de la cooperación, la buena fe y el compromiso colectivo entre los países en la lucha contra el cambio climático, y abandonando la rigidez de los tratados internacionales tradicionales.