Por Daniel Varela Zapata , Doctor en Ciencias, mención en Ecología y Biología Evolutiva e investigador del Centro i~mar de la Universidad de Los Lagos
La descripción que Darwin hace de la selva templada del sur de Chile es fascinante. Él describió el paisaje que cubría las islas que visitó, entre Chiloé y el archipiélago de los Chonos, con expresiones tales como: “bosques … incomparablemente más bellos”, “me recuerda las selvas tropicales”, “lujuriante vegetación”, “selvas impenetrables”, “vegetación admirable” o “impenetrable selva negruzca”. Sin embargo, quienes han visitado la zona, probablemente leerán con nostalgia las descripciones del ilustre visitante. Pasados 187 años, sólo quedan vestigios de aquella belleza, que se puede observar en algunos rincones de Chiloé, y más abundantemente en el archipiélago de los Chonos. Sólo vestigios, porque el deterioro del paisaje natural se repite en distintas partes del planeta, particularmente allí donde la presencia humana se hace más intensa.
Durante miles de años la especie humana luchó por sobrevivir ante una naturaleza a veces opresiva. El mismo Darwin dice respecto de los fiordos y canales patagónicos, que es difícil imaginar otro lugar donde “las obras inanimadas de la naturaleza, rocas, hielo, nieve, viento y agua, en guerra perpetua, pero coligadas, sin embargo, contra el hombre, tienen aquí una autoridad absoluta.” En el pasado la humanidad debió sobrevivir a dicha autoridad. Con el tiempo los seres humanos debieron abrirse paso ante esa hostil naturaleza, para generar un espacio vital más llevadero. Sin embargo, ese proceso civilizatorio lo hemos hecho con tal éxito y frenesí, que hemos invertido el ejercicio de la autoridad. Ahora, es la naturaleza la que parece estar subyugada por la autoridad opresiva del ser humano. La falta de previsión ante las consecuencias de nuestro progreso no sólo ha sometido en buena parte a la naturaleza, sino también, en algunos aspectos, hemos sido tiránicos con ella. A pesar de nuestra refinada cultura y sofisticación tecnológica seguimos siendo depredadores de nuestro entorno.
Hoy es indispensable rehacerle un lugar a la naturaleza. Buscar una forma de convivencia que le permita a la naturaleza tener un lugar junto a nosotros, una nueva forma de relacionarnos con el planeta. Propuestas existen. La ciencia no sólo nos ha advertido de la desgracia, sino también nos ha propuesto caminos. No obstante, seguimos con una actitud depredadora en diversas formas, directa o indirectamente. Debemos buscar un sistema de relación completamente nuevo. Un sistema que respete tanto la vida humana como el resto de la vida de la tierra. Un sistema en el que se entienda la reciprocidad y la necesidad mutua entre la naturaleza y los seres humanos. Como un jardinero en su huerto, que promueve la vida y vive de sus frutos. Para ello, es preciso valorar lo que somos y la tierra en que vivimos, no desde la posesión y la rentabilidad, sino desde el asombro y la comprensión, en definitiva, valorar la belleza y la generosidad de la vida desde el amor. El amor, una palabra cursi, embarazosa o romántica para algunos, tiene la virtud de establecer un marco distinto de relación con el sujeto/objeto, moviliza fuerza e incluso sacrificios en pro del bien amado. Quizás, el día de la tierra, un llamado esencial, especialmente a quienes tienen vocación docente, es a enseñar a amar el hogar en que vivimos todos.