Daniel Vercelli Baladrón, socio y Managing Partner de Manuia, mentor y director de startups
Esta no es una columna partidista ni de tradiciones versus cambios. Tampoco es una columna sobre cuánta carga política hay últimamente sobre nuestros emblemas nacionales. Es una invitación a reflexionar sobre lo más básico de algunos de esos símbolos, y sobre cuánto podemos proyectar su significado original hacia el futuro.
Los chilenos acabamos de celebrar un año más de Fiestas Patrias en medio de un periodo sociopolítico que generó un amplio debate en torno al país que queremos formar en los próximos años y también en lo más concreto, porque los símbolos patrios tuvieron un papel protagónico dentro de la discusión, tanto como fuente de cohesión para algunos, pero también como el reflejo de la no inclusión de todas las realidades para otros.
Me gustaría ir al corazón de esos símbolos, a lo que representan desde su origen. Si observamos en particular la bandera chilena, sabemos –pero al mismo tiempo, olvidamos–, que la elección de sus colores representa el blanco de la nieve de la cordillera y el azul profundo del cielo y del mar. Dicho de otra forma, son un reflejo de la naturaleza en su estado más puro.
Pero en la práctica, estamos haciendo muy poco para mantener esos colores dentro del entorno natural. La crisis climática está provocando que cada vez tengamos menos nieve. Décadas atrás, cuando a los niños en el colegio se les enseñaba el significado de la bandera, bastaba con mirar las montañas, en la cordillera de la zona central, por ejemplo, para encontrar nieve en abundancia. Hoy, ese niño probablemente tendrá que imaginarla, o saber cómo era realmente con ayuda de fotografías o videos.
Como habitantes de este planeta y responsables de su futuro, nos estamos quedando atrás en hacer lo necesario para que en 50 años más, los niños puedan abrir la ventana del colegio y comparar la nieve existente en la práctica con lo que simboliza en el blanco de la bandera. Podemos hacer la misma analogía con el azul del cielo en términos de contaminación atmosférica y con el azul del mar, que sí, sigue siendo azul, pero ya no será “ese mar que tranquilo nos baña”, ni tampoco el que nos provee de los recursos necesarios para solventar la actividad pesquera, principal fuente económica de las comunidades costeras.
Respetar los símbolos patrios implica mucho más que declararlo en palabras, cantar el himno o instalar una bandera en septiembre. Son hechos que no perduran si el resto del año nos olvidamos de lo que representan realmente ni nos preocupamos de proteger nuestro entorno pensando en las futuras generaciones. El amor por los colores patrios no debería quedar plasmado únicamente en los discursos o en publicaciones de Twitter, sino que en dar pasos concretos para que todos como país incorporemos prácticas que protejan el entorno que hemos heredado, y lo proyectemos en buenas condiciones en el tiempo. Si logramos traducir el cariño hacia esos colores en amor, acciones de cuidado y respeto a lo que estos colores significan, probablemente seamos capaces de hacer por nuestro país nuevos gestos de “heroísmo”, que construyan un buen futuro para nosotros y los habitantes que vendrán.
Ojalá que la verdadera revalorización de los símbolos patrios permita que en 50 años más los niños puedan aprender y experimentar de primera mano qué significaba el blanco y el azul, y por qué están presentes en la bandera desde los inicios de nuestra historia.