Marco Coscione, Consultor en sostenibilidad en Gestión Social
El 22 de abril es el Día Internacional de la Madre Tierra, un día que nos recuerda de dónde venimos y hacia dónde vamos: del agua y el suelo.
Agua y suelo son la base de toda nuestra vida y, además, graban geológicamente la historia del planeta, incluso de la breve presencia humana en él. Gracias a suelos sanos y a los ciclos naturales del agua, podemos mantener, de forma sostenible, los diferentes ecosistemas que caracterizan nuestra Madre Tierra. Sin embargo, la realidad de hoy nos habla de otro escenario y las pandemias de los últimos años nos describen un panorama complejo.
El calentamiento global, derivado de un sistema productivo, comercial y de consumo que traspasa los límites naturales del planeta, nos lleva a vivir cambios climáticos que rompen los ciclos naturales del agua y debilitan la sostenibilidad de los suelos: calor extremo y sequías, mayor acidificación de los mares, eventos extremos (como huracanes), que arrasan con los cultivos o provocan inundaciones, entre otros.
A estos efectos climáticos, se suman otras acciones humanas que siguen debilitando los ecosistemas y, además, dañando a las comunidades locales. Por ejemplo: a) deforestaciones crecientes, para dar espacio a proyectos mineros o de agroindustria y ganadería extensivas e intensivas, sin ninguna co-construcción participativa del desarrollo local y (mal)alimentando a una población mundial en constante crecimiento y su urbanización desigual y poco resiliente; b) incendios de bosques nativos, intencionalmente causados para promover el cambio en el uso del suelo, favoreciendo las industrias forestales, inmobiliarias, entre otras; c) explotación y contaminación de mares, ríos y lagos, con pesca industrial de arrastre o criaderos, muy poco sostenibles, de diferentes especies; d) comercio ilegal de vidas silvestres, que llegan (sin quererlo) en contacto con nuestra especie. Se estima que un millón de especies animales y vegetales se encuentran actualmente en peligro de extinción. Los retratos de caza de un famoso prófugo real aún indignan.
A raíz del COVID-19, descubrimos que la pérdida de biodiversidad, por todas estas causas, aumenta el contacto entre animales y seres humanos que no deberían encontrarse tanto. Este (des)encuentro genera enfermedades zoonóticas que pueden convertirse en pandemias globales. ¿Les suena?
Según datos del 2016, del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el 75% de las nuevas enfermedades infecciosas, que emergen en los humanos cada 4 meses, son de origen animal. ¿Culpa de los animales? Solo de aquellos que no se sienten parte de la Madre Tierra y siguen promoviendo un sistema de vida que supera sus límites ambientales y sociales.
Ébola, gripe aviar, virus H1N1, síndrome respiratorio del Medio Oriente (MERS), fiebre del Valle del Rift, SARS, Zika y COVID-19 están dejando miles y miles de muertes, por no hablar de las consecuencias en los sistemas de salud o económicos de los países. Las desigualdades aumentan, los más ricos siguen ganando, la clase media y los más empobrecidos siguen perdiendo.
Si de la biodiversidad llegó el nuevo coronavirus, en la biodiversidad podemos encontrar la solución para una civilización más sana y más en equilibrio con nuestra casa común. Restaurar los ecosistemas dañados por la actividad humana, y por los eventos climáticos extremos, se vuelve prioritario incluso para frenar la propagación de patógenos, aunque no todos los gobiernos y no todas las empresas lo entienden así.
Este año se lanzó el “Decenio de las Naciones Unidas para la Restauración de los Ecosistemas 2021-2030”. En la resolución de la Asamblea General, aprobada el primero de marzo de 2019, se recuerda que los bosques, los océanos, los humedales y el suelo son los sumideros por excelencia de los gases de efecto invernadero y que secuestrar carbono depende de la restauración de los ecosistemas, que «debe llevarse a cabo conciliando los objetivos sociales, económicos y ambientales, y con la participación de los interesados pertinentes, incluidos los pueblos indígenas y las comunidades locales», subrayando, además, el rol fundamentales de las mujeres. Madres que generan y conservan naturaleza.
Quizás cada ser humano viva demasiado poco para ver con sus ojos la pérdida de biodiversidad o la degradación de los suelos. Quizás si viviéramos 300 años cada uno, lo primero que haríamos sería sembrar un árbol, no cortarlo. Quizás desde el ámbito local de una empresa, o de una entidad pública, pueda parecer demasiado desconectado lo que acontece en otro continente. Pero hoy, viendo crecer las cifras de contagios y muertes en todos los rincones del planeta, nos damos cuenta claramente que todo está conectado, incluso los toque de queda y el desempleo.
Si el corto plazo nos obliga a responder de manera eficaz a todos los virus y sus consecuencias negativas en la sociedad, el mediano plazo nos obliga a atender su principal causa: el impacto de las actividades humanas en los ecosistemas. Pensar que nuestras actividades no influyen es un error.
Acciones concretas para regenerar y restaurar la sostenibilidad del suelo y los ciclos del agua son elementos clave de supervivencia global. Tanto las empresas como las organizaciones sociales y entidades públicas pueden y deben fomentarlas, para mitigar y contrarrestar la insostenibilidad del actual patrón civilizatorio.