Por Ziley Mora Penrose, etnógrafo, educador, filósofo y escritor
Vivimos bajo la gran superstición colectiva de ´lo práctico’, lo tecnológicamente aséptico, lo digital “inteligente”. Las grandes preguntas de la vieja filosofía, de la poesía y de la religión de antaño, se baten en retirada frente a la facilidad de las electrónicas respuestas.
Frente a lo desconocido, la muerte o lo inimaginable, la tecnología hoy todavía cumple la función de escondite y/o amparo. “Los ciudadanos delegan en la tecnosfera la angustia que le provoca la imprevisibilidad de los acontecimientos y las respuestas de lo que no tiene explicación” (E. Punset). En este mundo ya no queda espacio para desconocidas nostalgias, no soportamos el estremecimiento del verdadero arte o, la no se qué sagrada ansia metafísica que nos provoca una oxidada bicicleta en un ventanal a contraluz, o la visión amarilla de unos aromos que insisten –a pesar de pandemias y estallidos- en florecer en las riberas del Mapocho. La mayor superstición es rebajar el misterio del vivir, asumir como si el mundo en nada fuera fascinante y tremendo, vivir la vida rastreramente como carente de milagro y maravilla, sordos a las solicitaciones de los sagrados abismos. Tal es la peor de las supersticiones.
¿Qué sagrado abismo habrá tras la ventana que custodia la bicicleta ? ¿Qué diálogo tendrá el pequeño pajarillo mimetizado de amarillo sobre la endeble ramita del aromo? Yo creo que un solemne y religioso sentimiento, una especie de garantía de la existencia del tiempo cuántico, la señal de que el tiempo, paradojalmente, es eterno y conserva –en alguna región del Multiverso- todas las experiencias que ya fueron…
Fue la noche en que me di cuenta que no éramos un cosa entre las cosas. Mi primer recuerdo consciente de mi existencia en este cuerpo fue la de un ciruelo luminoso. Todo en ese momento se volvió particularmente nítido: tenía cinco años, era de noche, acaso la primera del invierno, porque a ese mágico árbol le faltaban todas sus hojas. Hacía ya unas horas que habíamos llegado al pueblo luego de algunos años en otros lados. Agotados por el viaje, desde un viejo camión bajamos muebles y catres para por fin re-habitar nuestra casa, esa la de mis abuelos maternos. Precisamente había sido Pedro Penrose el anciano que cuarenta años antes lo había plantado.
Todos se habían retirado cansados a dormir. La lluvia había cesado. Luego de mirar por la ventana crucé el patio atraído por una luz. Y entonces, y sin previo aviso, ví por primera vez la magia del mundo : se me aparece representadada en el alma del árbol. Simplemente un ser vivo estaba allí, una suerte de intensidad sin intención. Se presentaba sobrio, desnudo, expuesto en su mismidad sencillísima pero radiante, hecho un ovillo de luz, una copa esferoide sosteniendo en cada gotita de sus ramas los infinitos y transparentes mundos del múltiple Universo. Enmudecí aturdido por el secreto del ciruelo : me susurró, “la Luz es tu casa, te la regalo.” Era un momento kairós. ¿Cuánto tiempo pasó? Pero qué importa saberlo si yo estaba cogido por una primordial revelación de lo que somos y del por qué estábamos aquí.
Supe entonces que esta tierra contenía un misterio que ya estábamos perdiendo. Allí supe que para siempre mi alma llevaría el recuerdo de ese ciruelo coihuecano para que a través de toda mi vida yo lo hiciera florecer. Y si algo de dulzura y alimento logro traspasar al lector en mis libros, eso se la debo a causa de sus ciruelas que un día, ya añoso y curvado, lo hicieran quebrar de generosidad ante el peso de sus dones. Ese día, comprendí que tal como él debe ser al árbol humano: si el Creador nos regala el mundo, al irnos de aquí es preciso devolverle un mundo, devolver a la tierra un ovillo radiante de substancia, belleza y bondad.