Por Ziley Mora Penrose, etnógrafo, educador, filósofo y escritor
Hace poco, una moradora de un modesto pueblo del litoral, me hizo llegar un breve video con ella en el campo, al lado de una solitaria playa. Y las imágenes la mostraban danzando sola, haciéndole un homenaje al arco iris que salía luego de la lluvia.
Con una pañoleta de seda a los hombros del viento, ella misma giraba en comunicación íntima con el movimiento de las olas y las ráfagas de aire soberano que parecían elevarla. Me pareció un acto solemne, místicamente religioso, de celebrar el indecible don de estar viva. Expresaba con todo su cuerpo el amor a esos dones superiores de la luz, del agua, del aire, desbordantemente regalados en ese espacio.
Y sentí además que en esa danza reconectaba con el primer rito que surgió en el mundo: bajo la catedral del cosmos, homenajear con todo el ser la gloriosa danza del día. De inmediato asocié que extrañamente perdimos la preciosa costumbre de rezar antes de comer, de agradecer la mesa natural del Señor de las semillas y de las plantas. Y junto a ese hecho ¿qué agricultor –en ésta tecnificada época- antes de sembrar y de iniciar la cosecha, se arrodilla para rogar y ofrendar; es decir, para entregar su esfuerzo al poder infinito del Dios germinador de toda Vida?.
El gesto puede parecer un arcaico asunto de fe, pero es infinitamente más que eso. A nuestro juicio, este olvido representa un dormirse, un signo de un deterioro cognitivo, un olvido metafísico de la cadena que rompió la antigua noticia: todas las más grandes maravillas en la Tierra provienen del Cielo. Y su efecto fue que de repente, un día se dejó de ver lo bello y lo sano como prodigio. Se dejó de celebrar.
Entonces, desde aquel día –que podría coincidir con la era industrial- empieza un perverso regreso a la elementalidad de la vida, al embrutecimiento de llenar sólo la panza sin antes agradecer, de echar al buche todo el vino sin antes rodearse de bellas palabras para un brindis emocionado.
Y se actúa como si todo lo que me llega, fuera solo por el sudor competitivo de mis manos, como si esta cosecha fuera fruto del azar, de la suerte, o del poder o dinero que tengo para producir. Se perdió el sentido del milagro.
Qué duda cabe que habíamos llegado a un estancamiento ontológico humano. Y todo lo que se estanca no evoluciona, cae en la ceguera y en la ignorancia. Se trataba de seguir el simple ejemplo de los árboles: crecer, madurar, dar sombra generosa y entregar frutos.
En lo humano, esto equivale a hacer crecer la savia de la conciencia. Y esto es evolucionar. Y consciencia significa responsabilidad. Por ende, si nadie se hace responsable de sus actos, no puede evolucionar ni crecer. Tener conciencia significa conocer nuestros actos y poder controlarlos cuando van en contra de nosotros mismos y de nuestros semejantes.
Porque salir a danzar a campo traviesa con un rebozo en los hombros, orar antes de comer o arrodillarse antes de sembrar, exige desarrollo de la conciencia, despertar pues de la infravida de la Matrix. Y me acordé que un día vi en la Isla Mocha a los seres más felices de la tierra. Eran unas familias recolectores de algas que secaban bajo el sol del verano.
En improvisadas chozas a orillas de la playa, alrededor de nocturnos fogones disfrutaban ente cantos y risas los dones del mar. El rito principal: repartir pescado frito y comerlo cual hostia en la mano. “Nosotras cantamos casi toda la noche porque no aguantamos tanta alegría dentro”, me dijo una joven madre, la dirigenta que sufría en su casa de invierno; dentro del poblado pero sin tribu; con refrigerador pero sin canto.
Nosotros nos estábamos volviendo peligrosamente adictos a una vida de baja frecuencia, a sufrir sin baile, a consentir espacios de tortura en el hogar o en las empresas, donde hacía siglos que no se festejaba el arco iris después de la lluvia.