Árboles de niñez, sueños de barrio

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Por Francisca Subiabre, Encargada de Paisaje y seguimiento Fundación Mi Parque.

Desde chica tuve la fortuna de crecer al frente de una plaza. Mis mejores recuerdos y peores accidentes -como aprender a andar en bicicleta, que conjuga ambos- ocurrieron ahí. Pero conservo en un lugar especial el recuerdo del día en que pude subir a lo más alto del árbol frutilla (Cornus capitata) que adornaba un extremo de la plaza, un árbol de grandes flores blancas que se convertían en unas extrañas frutillas pálidas, excelentes proyectiles de batallas infantiles. Si cierro los ojos puedo recordar perfectamente la vista desde la cima del árbol, mirar abajo y ver mis pies sobre las ramas entrecruzadas que sirvieron de escalera y sentir el calorcito del verano en la piel. Y sobre todo eso, la sensación de haber conquistado la cima -a pesar de que años después me di cuenta que el árbol debe haber tenido 5m por aquellos años-: es que los árboles tienen una capacidad hermosa de (re)construir experiencias.

Cuando uno le pregunta a un niño de 8 o a una persona de 80 años “para qué sirven los árboles” no tengo duda de que la primera respuesta será para “limpiar el aire”, porque los beneficios medioambientales son la característica más reconocida de ellos. Los árboles constituyen una tecnología perfecta que permite que produzcan su propio alimento y a la vez entreguen oxígeno vital para la vida. Todo eso, mientras crecen, se reproducen, regulan temperatura, forman parte de los ciclos del suelo y agua, cobijan a otros seres vivos, nos proveen de materias primas y alimentos, y un largo etcétera. Sin embargo, los árboles tienen múltiples atributos que podemos definir bajo servicios ecosistémicos, dentro de los cuales existe una categoría especial para todas aquellas experiencias y emociones que nos transmiten a los seres humanos.

En un día de verano, ¿quién no preferiría la sombra de un árbol que la de un techo construido? ¿Qué niño no preferiría trepar un árbol que un juego plástico? ¿En esta situación de confinamiento, quien no ha soñado con pasear por un bosque? ¿O cómo hacen los japoneses, un “shinrin yoku” o baño forestal? Los humanos hemos pasados más del 90% de nuestra historia evolutiva en ambientes naturales, razón que podría explicar que nuestros cuerpos sean capaces de disminuir nuestros niveles de cortisol (hormona del estrés) o la presión sanguínea cuando tenemos la oportunidad de estar en un ambiente vegetado. Y hoy la posibilidad de dar un paseo por la plaza o parque cercano cobra un doble sentido viviendo en confinamiento.

Sin embargo, en Chile hay muchas personas que no tienen la posibilidad de hacerlo no sólo por la pandemia, sino porque en sus barrios no existen espacios de esparcimiento que lo permitan. Ni hablar de un arbolado vial de calidad, que en el peor de los casos podría ser lo que nos desconecte de la realidad camino al almacén del barrio para comprar insumos de primera necesidad.

Es por esto, que en Fundación Mi Parque relevamos el rol de estos gigantes verdes en cada proceso. Escoger un árbol para un espacio público implica ponderar características que cumplan ciertos requisitos generales y particulares del espacio: no debería ser la misma especie para una alineación de calle que para sombrear una banca o para marcar un hito dentro del espacio. Para lo primero necesitamos copas columnares que crezcan en orden; para lo segundo sería ideal una copa abierta y/o una especie caduca de invierno que deje pasar la luz en aquella época; para lo tercero, podemos pensar en una especie colorida o atractiva que resalte a la vista. Y si estas situaciones ocurren en Antofagasta, difícilmente escogeremos las mismas especies que si estuviéramos plantando en Temuco. Y así, hay una enorme lista de preguntas que se deben hacer antes de decidir por una especie en un espacio público: ¿cuánto y cuándo lo podrán regar? ¿Sobrevivirá a los cambios del clima en 30-50 años? ¿Se desgancha fácilmente? ¿Tiene frutos tóxicos? ¿En qué época florece? ¿Cobijará aves o abejas? ¿Es su copa demasiado baja que genera puntos ciegos?

Pero más allá de lo técnico que implica decidir una especie para un espacio, plantar un árbol cobra un sentido fundamental cuando las únicas posibilidades de darse un Shinrin yoku son en la plaza del barrio. Los árboles tienen la capacidad de generarnos emociones, de que construyamos recuerdos en torno a ellos, de enseñarnos a contemplar, a abstraernos, de modo que no puede ser una elección azarosa, al contrario, preguntarnos si les gustará a los vecinos o si sentirán apego por él son tan válidas como las preguntas anteriores.

Por lo mismo, es fundamental transmitir esa forma de toma de decisiones y a la vez, hacer parte a los vecinos en la elección. Puede que no sepan que hace a un árbol más idóneo para una situación, pero de seguro reconocen especies de su mismo entorno que les genera apropiación.

En la plaza de mi infancia ya no está mi Cornus –fue parte de los costos que pagó el barrio al ensanchar la avenida- pero cada vez que veo uno en otro lugar puedo rememorar la tarde del verano en que conquisté la cima del árbol frutilla. Trabajemos para que todos tengamos la posibilidad de crear -y recrear- nuestras propias historias al lado un árbol.

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