Por Andrés Cargill, CEO de Soluciones Orión y miembro G100
Hace algunos días se dio a conocer el Índice Mundial de Innovación de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), el que busca medir el desempeño en materia de innovación de 129 países del mundo.
En su edición 2019, si bien Chile continúa liderando en la región, el país cayó cuatro puestos en relación con el año anterior, ubicándose en el lugar 51, un dato en el que debemos poner ojo.
Según el Índice, Chile muestra debilidades en lo que respecta a la exportación de servicios basados en tecnología, algo que no es nuevo. De hecho, es un elemento que se ha repetido en la discusión pública de los últimos años: Chile tiene que dar un paso más allá y dejar de ser un exportador de materia prima, para empezar a desarrollarse como una economía que exporta conocimiento en forma sustentable y equitativa, con bienes y servicios de mayor complejidad.
Si bien la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología es un avance en la materia, es urgente que se tome como una política pública prioritaria donde se diseñen y ejecuten programas de ciencia, tecnología, innovación e investigación que no sólo se queden en el mundo de la academia, sino que tengan un real impacto en la economía.
Un caso de éxito es Estonia. En 1991, cuando se independizó de la URSS, había una sola pregunta que responder entre quienes lideraron la transición ¿Por dónde empezamos? No tenían Constitución, ni instituciones democráticas ni un sistema legal. Las infraestructuras estaban obsoletas y en malas condiciones, y el sistema bancario, a años luz del estándar occidental. Estaba casi todo por hacer. Y no disponían de grandes presupuestos para la reconstrucción: la crisis económica noqueó de inmediato al país, que pronto pasó de una relativa prosperidad bajo el paraguas soviético a un escenario de inflación disparada y PIB en declive. Sin embargo, hoy es considerado el primer país digital del mundo y está ubicado en el lugar 24 en el Índice Mundial de Innovación.
La ciencia, la investigación, la innovación, transferencia y difusión tecnológica son la base esencial del crecimiento de la productividad en el mediano y largo plazo. En Estonia, presumen que la digitalización, les supone un ahorro del 2% del PIB anual en salarios y gastos y no se cansan de repetirlo: si ellos han construido una sociedad digital, cualquiera puede hacerlo. Chile también puede lograrlo, pero debemos trabajar en esa línea, porque no es cuestión de dinero ni de tamaño, sino de voluntad.