Oscar Mercado, Director programa de Sustentabilidad |Universidad tecnológica Metropolitana (UTEM)
La reciente evaluación de Índice Planeta Vivo revela una cifra terrible: entre 1970 y 2012 la población de los vertebrados sufrió una disminución total del 58%. La cifra es impactante, triste, desalentadora.
Es que 6 de cada 10 especímenes de vertebrados que pisaban la tierra en 1972 ya no existen. Durante el mismo período la población humana ha crecido en 84,9%; gran contraste, pero fácilmente explicable pues el crecimiento de la población humana trae consigo la destrucción de hábitats, sea como pérdida o degradación de estos. El crecimiento de la especie humana se hace a costa de la existencia de los demás seres vivos.
En este escenario dantesco, que nos inserta en un mar de posibilidades inquietantes para la especie humana, existe aún una práctica proveniente de los tiempos ancestrales, alrededor de los 200.000 años transcurridos como especie antes de que nuestros primeros antecesores se convirtieran en sedentarios y es la llamada caza. Se entiende que durante los tiempos en que vagábamos por selvas y tundras la búsqueda de proteínas nos llevó a desarrollar como especie las técnicas necesarias para proveernos de las presas que se requerían para sobrevivir. Pero esos tiempos han quedado muy atrás y hoy en el mundo desarrollado persiste la caza como “entretención”, presente en grupos de personas apostadas en los muelles, playas o roquerios, lanzando sus anzuelos para obtener presas cada vez más pequeñas y más escasas, o en aquellos otros individuos que, solos o acompañados recorren los ecosistemas terrestres para disparar a cuanta especie se aparece frente a ellos e ufanarse de sus matanzas.
Es cierto también que para otra gran parte de la humanidad, la de los países más pobres, la caza es una acción de sobrevivencia, para alimentarse o sea para generar ingresos, ligado inequívocamente a la pobreza. Mientras exista pobreza cualquier esfuerzo de conservación es muy difícil, pero no es así en el mundo desarrollado.
Después de la pérdida de hábitats la segunda causa de la desaparición de especies es la sobreexplotación, de la cual la caza hace parte importante. Hoy se acepta en el mundo desarrollado la pesca y caza como una entretención válida, aun cuando ponga en riesgo la existencia de las especies. Qué acto más irresponsable el del pescador de orilla que lanza su anzuelo “a lo que salga”, sin consideración de tamaño o estado; hoy por hoy muchas pesquerías están fuertemente sobreexplotadas y con importantes medidas de protección, pero esas son pesquerías estudiadas y cuyas cuotas comparten artesanales e industriales. ¿Qué pasa con los peces de roca? Nadie lo sabe; como tampoco sabemos de cuantos ejemplares hay de pato jergón, real u otros que los cazadores disfrutan matando. Nuestro conocimiento de la abundancia de especies es muy limitado, así como lo es del comportamiento de los ecosistemas.
En un tiempo con incertidumbres grandes respecto del futuro del planeta, donde ni siquiera sabemos el número por especie y si estas declinan o no, ¿no es osado permitir la caza o pesca? La prudencia diría que no debemos contribuir a poner en riesgo las especies, a disminuir la biodiversidad y el acervo genético, solo para que unos pocos se entretengan. Urge que las autoridades tomen cartas en el asunto y se revise en profundidad, con espíritu conservacionista y no cazador, la actual Ley de Caza. O la adecuamos a la crisis de sustentabilidad de hoy o sencillamente aumentará cada día el riesgo de extinguir más especies en nuestro territorio.