Enero de 2017 será recordado como uno de los meses más complejos para Chile. Durante semanas, una serie de incendios forestales generó una catástrofe sin precedentes en la historia del país. En pocos días las llamas consumieron casi 450 mil hectáreas, dejando más de 7.500 damnificados, cerca de 1.600 viviendas destruidas y 11 personas fallecidas.
Sin embargo y a pesar de la envergadura del desastre, entre medio del fuego aparecieron también signos esperanzadores que nos recuerdan lo que somos capaces de hacer cuando tenemos una meta clara, nos comprometemos con una causa y sobre todo, trabajamos en equipo.
Veinte mil personas -entre brigadistas, bomberos, personal de las Fuerzas Armadas y funcionarios del Estado-, cientos de brigadistas extranjeros y miles de voluntarios espontáneos se unieron para combatir estos incendios. Eso sin contar el aporte de privados y la ayuda de diversas fundaciones ligadas al ámbito sanitario y la reconstrucción.
Estas cifras demuestran una vez más la gran capacidad de movilización de nuestro país. Y en ese sentido, son sin duda un motivo de orgullo y al mismo tiempo, una invitación a reflexionar sobre por qué nos comprometemos a ayudar con tanta fuerza en las emergencias, pero nos cuesta más demostrar nuestra solidaridad y actitud de servicio en el día a día.
¿Es necesario esperar este tipo de desastres para organizarnos e ir en ayuda de otras personas? Ciertamente, no. Es lógico pensar que estas catástrofes generan un marco de emoción colectiva que potencia esta participación, pero tampoco es menos cierto que nuestro país tiene una serie de falencias a nivel social, educativo y de desigualdad, que por sí solas deberían ser suficientes para motivarnos a donar parte de nuestro tiempo en beneficio de otros.
Está claro que los chilenos somos capaces de movilizarnos cuando vemos cómo nuestro aporte puede ayudar a cambiar situaciones de vulnerabilidad en el entorno. Entonces, qué nos falta para concretar una masa crítica de voluntarios, que aporte en forma constante al desarrollo de nuestro país en diversos ámbitos. Aunque posiblemente no es el único factor, una respuesta probable es la falta de puentes que nos contacten con causas concretas e instancias reales de participación.
De acuerdo, al Mapa de Organizaciones de la Sociedad Civil 2015, en Chile existen 234.502 entidades que son parte del tercer sector, lo que demuestra que tenemos altos índices de asociatividad, superando incluso a Estados Unidos y Australia si comparamos sobre la población total de cada país. De estos datos podemos inferir que entre los chilenos sí existe cooperación y que somos capaces de agruparnos para lograr un objetivo. Es decir, nos asociamos, pero no somos constantes para hacerlo.
Una conclusión importante de lo anterior es que debemos concientizar aún más sobre cómo opera el voluntariado y cuáles son sus beneficios. Estudios recientes indican que las personas se interesan cada vez más por participar en acciones de apoyo a la comunidad, pues son instancias claves para la construcción de compromiso, sentido de pertenencia y fortalecimiento de la identidad de grupo.
No hagamos oídos sordos a la gran valoración que tienen hoy las personas por asociarse con otras y cooperar juntas en una determinada causa. La intención, al parecer, está. Sólo nos falta avanzar en generar más espacios efectivos de participación, de manera que personas, instituciones públicas, compañías y organizaciones de la sociedad civil podamos cooperar de la mano para enfrentar los grandes desafíos de Chile. Y eso, es tarea de todos.